Algunas ideas para acercarnos a la felicidad
Csikszentmihalyi
parte en sus planteamientos de una tesis aparentemente “dura”: si no nos
responsabilizamos de su dirección, nuestra vida será controlada desde el exterior
para servir al propósito de cualquier agente externo que tenga interés en manipularnos.
Esta idea, que a priori nos puede parecer obvia y fácilmente asumible, plantea, en la práctica, muchas más dificultades para asumirla de lo que la mayoría de nosotros quisiéramos admitir. ¡Son tantas las influencias que recibimos y tantos los mensajes con los que se nos empapa día a día que resulta difícil saber en muchas ocasiones si actuamos con plena libertad o lo hacemos llevados de un particular e inconsciente piloto automático!.
Vivimos en unos tiempos tan complejos y
acelerados que muchas de las informaciones que recibimos actúan a niveles muy inconscientes y es mucho más habitual de lo que imaginamos que pensamos que somos dueños
absolutos de nuestra vida y que actuamos
con total libertad cuando, en realidad, estamos a merced de estímulos externos.
Con
todo, vivir es siempre para todos los seres humanos algo más que un simple
hecho biológico ya que, junto a todos los automatismos inconscientes, también
sentimos la urgente necesidad de controlar y auto dirigir nuestra vida e,
incluso, muchos aspiramos a dotarla de cierto sentido.
Desde
tiempos inmemoriales, nuestro cerebro experimentó la conciencia de la posibilidad y con ella
–necesariamente- el cuestionamiento constante: si había diferentes modos de
actuar, unos tenían que ser mejores que otros. Se volvió por lo tanto
imperativo decidir y elegir. De ahí a preguntarse cómo vivir, un simple
paso. Además, para complicar un poco más el proceso y darle variedad al
escenario, junto con la conciencia de posibilidad, surgió la conciencia de la
propia finitud. El tiempo era limitado; lo que se decidiese tenía una duración
concreta por lo que la elección adecuada debía suponer un plus de cualidad: ya
no se trataba sólo de cómo vivir, sino de cómo vivir mejor, más plenamente.
Esta
pregunta ha resonado durante siglos y siglos y las respuestas han sido de todo
tipo y condición, dependiendo de cuáles fueran los contextos o la perspectiva
e intereses de quien emitiese la pregunta.
Csikszentmihalyi, en su prudencia, está lejos de demonizar los planteamientos filosóficos o religiosos. Más bien considera que tanto los profetas, como los poetas o los filósofos han sido capaces de deducir verdades importantes y esenciales para nuestra supervivencia y sería bastante arrogante y necio por nuestra parte el no tenerlas en cuenta. Como también lo sería no reconocer la sabiduría implícita en muchos textos sagrados pero, desde su punto de vista, todas esas verdades se han expresado en el vocabulario conceptual de su época y su cultura y la nuestra –basada en otros parámetros muy diferentes- exige otra formulación y otro lenguaje que, en su mayoría, viene proporcionado por la ciencia (sin que pretenda por ello divinizarla) aun teniendo en cuenta que ésta está, a su vez, y por su propia esencia, en constante transformación. En cualquier caso, y sea cual sea el planteamiento de base o la manera en la que uno quiera enfocar su vida, Csikszentmihalyi parte de un criterio compartido por muchos: “en caso de duda, parece que la mejor estrategia consiste en asumir que esos aproximados setenta años de vida constituyen nuestra única oportunidad de experimentar el cosmos y que deberíamos aprovecharla al máximo……..Lo que esta vida signifique vendrá determinado en parte por los procesos químicos de nuestro cuerpo, por la interacción biológica entre los órganos, por las minúsculas corrientes eléctricas que saltan entre la sinapsis del cerebro y por la organización y las informaciones que la cultura impone a nuestra mente. Pero la calidad real de vida –lo que hacemos y cómo nos sentimos al respecto- será determinada por nuestros pensamientos y emociones, así como por las interpretaciones que hacemos de los procesos químicos, biológicos y sociales” (1)
A
partir de este planteamiento nuestro autor desarrolla toda una fenomenología
sistémica cara a intentar responder a esta pregunta: ¿Cómo puede cada uno crear una
vida plena? El indudable interés que despierta la contestación a esta
pregunta implicaría un adecuado repaso a sus tesis, pero aquí solo pretendemos mostrar una síntesis de su pensamiento, intentando indicar, al menos, algunos aspectos de sus trabajos que –confiamos-
contribuyan a despertar el interés por profundizar en sus planteamientos sobre
los estados de fluidez.
El
primer paso implicaría tener la atención
en alerta ya que hay que captar bien lo que realmente “podemos” experimentar: “Nos
guste o no, cada uno de nosotros ponemos límites a lo que podemos hacer y
sentir. Ignorar dichos límites conduce a negar la acción y, más adelante, al
fracaso. Para alcanzar la excelencia debemos
entender primero la realidad de cada día, con todas sus exigencias y
frustraciones potencia-es. En muchos
de los antiguos mitos quien quisiera lograr la felicidad, el amor o la vi-da eterna,
tenía que atravesar previamente las regiones del averno” (2).
Parece un punto de partida esencial aunque para muchos sea, probablemente, bastante árido. Lejos de los “pensamientos mágicos” y de las conceptualizaciones light de muchos libros de autoayuda, el universo NO se confabula para ayudarnos: Tenemos que poner los pies en la tierra e intentar descifrar los mecanismos particulares con los que funciona la realidad que nos ha tocado vivir. Podemos ponernos anteojeras y agarrarnos a ensoñaciones idealistas, eso –quizás- nos ayudará a evadirnos, pero no contribuirá en modo alguno a que seamos capaces de poner los cimientos para una buena vida.
Además parece evidente que, nos guste o no, si es innegable que hay algunos parámetros que son coincidentes en todos los seres humanos (al menos a grosso modo: los ciclos de descanso, producción, consumo e interacción), también lo es que hay otros cuya incidencia marca diferencias esenciales: “cómo vive una persona depende en gran parte del sexo al que pertenezca, la edad que tenga y la posición social que ocupe. La circunstancia del nacimiento sitúa a una persona en un lugar que determina en gran medida el tipo de experiencias que conformarán su vida” (3). No podemos ignorar este punto de partida aunque, evidentemente, eso no significa que haya un determinismo insalvable: independientemente de que fuésemos capaces de conocer los detalles de muchos esos parámetros externos de las circunstancias vitales de alguien, ello no nos permitiría nunca profetizar sobre cómo sería su vida. No sólo por la gran cantidad de factores incontrolables que están en movimiento por puro azar sino porque el propio individuo puede ejercer voluntariamente cambios en principio no previsibles y enfocar los retos que le plantee su existencia de forma diferente a lo esperado. Hay siempre en el ser humano un elemento de flexibilidad mental que lo aleja de ese determinismo instintivo del que no pueden huir los animales.
Para
Csikszentmihalyi “vivir significa experimentar
a través del hacer, del sentir y del pensar. La experiencia tiene lugar en el
tiempo, así que el tiempo es el recurso verdaderamente escaso que tenemos. A
lo largo de los años el contenido de las
experiencias determinará la calidad de vida y, por ello, una de las decisiones más esenciales que
podemos tomar tiene que ver con cómo invertimos o a que dedicamos el tiempo”
(4). Probablemente, una decisión difícil
pero prioritaria para enfocar nuestra vida hacia ese camino que todos anhelamos
y que muchos coinciden en llamar felicidad.
Ésta no cae del cielo: implica conciencia, decisión, voluntarismo y, en
muchas ocasiones, esfuerzo (diferente sería, claro, si hablamos sin más de
experiencias placenteras pero, ya ha quedado claro desde el principio, que el ser humano aspira a más). Evidentemente, como ya hemos visto
las limitaciones concretas impuestas por la vida de cada uno (por cuestión de raza, sexo, cultura, clase
social etc.) son innegables y restringen el marco de actuación, pero siempre
queda algo en nuestro ámbito personal que nos da cierto control y nos permite
incidir en cómo llenamos parte de nuestro tiempo.
Según
los datos analizados por Csikszentmihalyi, los porcentajes sobre en qué
actividades utilizamos el tiempo varían mucho de una sociedad a otra, sin
embargo, referidos a la occidental, se pueden determinar tres grandes bloques
que permiten mostrar una pauta bastante certera de cómo se utiliza el tiempo en
una cultura como la nuestra: Actividades productivas
(Trabajar, estudiar etc.) entre el 24/60%; actividades de mantenimiento (Tareas domésticas, comer, conducir, etc.) entre el
20/42%; y actividades de ocio
(Televisión, lectura, aficiones, deporte, vida social etc.) entre el 20/43%.
Las horquillas tan amplias de porcentajes se justifican porque éstos varían
mucho en función de la edad, el sexo, la clase social y las preferencias
personales, aún así ofrecen una imagen bastante aproximada de cómo utilizamos
el tiempo en Occidente y también sobre la manera en que invertimos nuestra
energía psíquica. “El tiempo libre que
queda al margen de las necesidades productivas y de mantenimiento es tiempo
libre, ocio, que constituye una
cuarta parte del tiempo total. Según muchos pensadores del pasado, los hombres
y las mujeres sólo podían realizar su potencial cuando no tenían nada que hacer.
Los filósofos griegos afirmaron que es
durante el ocio cuan-do nos hacemos verdaderamente humanos por poder dedicar
tiempo al desarrollo de uno mismo: al aprendizaje, a las artes y a la
actividad política” (5).
No
parece que el ideal de los filósofos griegos sea precisamente el que predomine
hoy en día en la utilización de nuestro
ocio. Muchas estadísticas confirman la pasividad en la que generalmente nos
movemos y sitúan el ver la televisión como una de las actividades principales
para un porcentaje altísimo de personas. Eso no quiere decir que no haya
individuos, por descontado, que incorporen en su cotidianeidad otras maneras de ocupar su tiempo de
ocio: el desarrollo de aficiones, la práctica de deportes y las actividades
lúdicas y culturales están –a dios gracias- también en el repertorio pero, por
lo que indican los datos ver televisión
se lleva la palma devocional: “Nada de lo
que hombres y mujeres han hecho hasta ahora durante los millones de años de evolución
ha sido tan pasivo y adictivo por la facilidad con la que atrae la atención y
la mantiene…….Los defensores de este medio afirman que la televisión
proporciona todo tipo de información interesante. Esto es verdad, pero también
es mucho más fácil producir programas excitantes que contribuir al desarrollo
personal del espectador; es muy improbable
que lo que ve la mayoría de la gente le ayude a desarrollar el yo” (6).
Si
asumimos –como parece razonable hacer- que nuestra vida se desarrolla dentro de
los tres parámetros que nuestro autor ha señalado (producción, mantenimiento,
ocio) y que toda nuestra energía psíquica se invierte –de una manera u otra- en
ellos, resulta imperativo que nos responsabilicemos sobre lo que escogemos
hacer y sobre cómo lo enfocamos porque de ello dependerá que eso que
denominamos la “vida” sea algo indeterminado, soso, o sin forma, o algo de lo que
estemos –al menos hasta cierto punto- orgullosos y satisfechos
Ahora
bien, lo que “hacemos” no es lo único que determina nuestra
existencia, Csikszentmihalyi señala con acierto que no podemos obviar lo que “somos” ni tampoco el cómo nuestra vida
está muy influenciada por otras personas, estén o no presentes en la misma. Con
todo, y siendo la sociabilidad del ser humano innegable, ésta varía mucho –tanto
en sus formas, como en su profundidad- de una cultura a otra. No sólo Csikszentmihalyi,
estudiosos como José Antonio Marina –y con él otros muchos intelectuales- han incidido
mucho en las obvias diferencias existentes entre una cultura u otra a este
respecto. El grado de vinculación, de
influencia e interdependencia personal, que se da entre los individuos de las
culturas asiáticas -por poner un ejemplo- versus los individuos de culturas
occidentales, es muy, muy diferente. Lo que psicoanalíticamente llamamos
super-ego es, en ellas, mucho más potente de lo que se observa en Occidente,
en dónde la cultura que hemos generado potencia extraordinariamente el
individualismo del yo. Esta diferente vivencia del compromiso interpersonal
influye, sin duda, en la manera en cómo nos relacionamos en los diferentes círculos
sociales que nos movemos (sucintamente: los otros,
los parientes y en nuestra propia soledad) y determina también muchos de
nuestros sentimientos y de nuestras acciones cara a tener una percepción satisfactoria de
nuestra vida, por lo que conviene ser consciente de ello y tenerlo en cuenta a
la hora de ir sumando piezas al particular puzle de nuestra calidad de vida.
Csikszentmihalyi
después de exponer cómo utilizan su
tiempo en general las personas, cuánto
tiempo pasan con los demás y cómo se
sienten sobre lo que hacen, se cuestiona –cómo buen científico- sobre cuáles son las pruebas en que se basan
las afirmaciones que avanza. La forma predominante de investigación se basa en
encuestas, sondeos e informes de empleo del tiempo. Él, concretamente,
desarrolló en la Universidad de Chicago, lo que se llamó el muestreo de
experiencias (MME), un amplio programa de investigación en el que se evalúa a
miles de personas sobre los estados de conciencia en determinados momentos de
su vida. Los interesados en estos aspectos técnicos podrán encontrar en sus
obras las referencias metodológicas precisas y concretas; si hemos sacado aquí a colación esta cuestión se debe,
fundamentalmente, por un especial interés de este blog en diferenciar las
conclusiones de éste estudioso de las de otros exitosos escritores que no
tienen más base que su supuesta buena intencionalidad y un cierto buenismo de corte mágico. Aquí, no hay ni
ángeles ni confabulaciones cósmicas. Solo deducciones de datos. Datos
contrastados y contrastables.
Hasta ahora nos hemos referido al marco –realista- de actuación en el que debemos desenvolvernos y relacionarnos, claro que muchos lectores dirán: Vale, lo dicho parece sensato, pero todos conocemos personas que disfrutan de su trabajo y eso está muy bien, pero la mayoría sólo lo toleran y a algunos incluso les supone una verdadera fuente de sufrimiento. ¿Y en el ocio no pasa algo parecido? Hay personas que disfrutan del tiempo libre e, incluso, de la inactividad y otras, sin embargo, que entran rápidamente en el angustioso síndrome del “domingo por la tarde”, según el cual parece que el ogro del aburrimiento devora no solo el tiempo sino a uno mismo. Evidentemente es mucho más importante y da pistas de mucho mayor calado el saber cómo vivimos por dentro lo que hacemos que lo que en sí hacemos. Aquí el factor cualitativo es esencial.
En este sentido las emociones, aun siendo -en cierto
grado- los elementos más subjetivos de la conciencia –sólo uno sabe con
exactitud, realmente, lo que está experimentando- se constituyen en unas pistas claves para valorar lo que nos
sucede: “una emoción es también el
contenido más objetivo de la mente, porque la visceralidad de nuestro sentimiento
cuando estamos enamorados, avergonzados, asustados o felices es generalmente
más real para nosotros que aquello que observamos en el mundo externo o
cualquier cosa que aprendamos de la ciencia o de la lógica.” (7).
-continuara-
Notas:
-1.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.12-13.
-2.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.13.
-3.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.15.
-4.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.17.
-5.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.22.
-6.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.23.
-7.Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.27.
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