Hay muchos y buenos tratados sobre el tema de las emociones (1) y nos remitimos a ellos si el lector quiere profundizar en ellas, pero resulta ineludible mencionar una división básica y clásica: hay emociones positivas (y, por lo tanto, atractivas) y emociones negativas (y, por lo tanto, repulsivas). No se trata de una valoración moral: todas las emociones son importantes para nuestra supervivencia. Son señales que debemos interpretar y ponderar dentro de un contexto concreto pero que, en una situación de emergencia, actúan como de alerta o de advertencia o nos impulsan a una conducta determinada. Para Csikszentmihalyi la felicidad constituye el prototipo de las emociones positivas (2). Casi todo lo que hacemos lo hacemos para alcanzar lo que entendemos como felicidad: “Hasta mediados de siglo los psicólogos eran reticentes a estudiar la felicidad porque el paradigma conductista, que era el que predominaba en las ciencias sociales, sostenía que las emociones subjetivas eran demasiado endebles para ser objetos apropiados de investigación científica……..pero en las últimas décadas se ha podido reconocer de nuevo la importancia de las experiencias subjetivas y se sigue con renovado vigor el estudio de la felicidad” (3), o de las emociones positivas y el bienestar psicológico.
Dichos estudios han demostrado lo que algunos ya sabían:
a pesar de los discursos alarmistas y pesimistas de muchos intelectuales y de
algunas instituciones expertas en recalcar la percepción de la vida como un “valle de lágrimas”, la mayoría
de la gente se siente feliz (4). No se
trata tanto de obviar las aportaciones de los intelectuales que han
reflexionado sobre la capacidad que tenemos los individuos y las sociedades
para el autoengaño, sino de dar cierta prevalencia y confianza a las opiniones intimas de la gente, al menos
–tal y como hace Csikszentmihalyi-, cuando éstas se brindan voluntaria y
altruistamente a compartir experiencias y vivencias cara a su estudio y su
investigación. En una línea similar las investigaciones recientes confirman que
la relación entre el bienestar económico y la felicidad -o la satisfacción
ante la vida- es más pequeña de lo que la fantasía popular acostumbra a
considerar: “más allá del umbral de la
pobreza, tener recursos adicionales no
aumenta apreciablemente la probabilidad de ser felices” (5).
Tampoco se puede olvidar en el particular constructo de la felicidad que los datos de-muestran que determinadas cualidades personales parecen estar relacionadas con la cantidad de “felicidad” (bienestar) que los individuos parecen experimentar (6): parece evidente que una persona sana, extrovertida, razonablemente segura de sí misma, con un matrimonio estable y creyente es más probable que reconozca ser feliz que no otra que esté llena de achaques, sea introvertida, esté divorciada, sea atea etc. Pero estas obviedades, que condicionan en cierta medida la realidad, no ya solo en función de cualidades, sino por el hecho de estar dentro del paradigma social vigente, deben ser tomadas con cierta cautela y es el mismo Csikszentmihalyi quien señala la necesidad de ser prudentes debido a que se tiene constancia clara de la reticencia por parte de muchos para admitir que son infelices: “por mucho que una vida pueda estar vacía, la mayoría de las personas serán reticentes a admitir que son infelices. Además, esta emoción es más una característica personal que algo debido a la si-tuación. En otras palabras, con el tiempo algunas personas llegan a percibirse como personas felices con independencia de las condiciones externas, mientras que otras llegan a acostumbrarse a sentirse relativamente menos felices, más allá de lo que les suceda” (7). En cualquier caso las diferentes emociones positivas ayudan a potenciar el conglomerado que ayuda a sentirse feliz y en este sentido no podemos considerar la felicidad como el único factor de calidad de vida: “Si no se desarrollan metas que den sentido a la propia existencia, si no utilizamos la mente a pleno rendimiento, entonces los buenos sentimientos llenan una fracción del potencial que poseemos” (8). Entroncar la satisfacción con el sentido vital y el ansía de mejora que implica el desarrollo del potencial que todos tenemos, aleja a la vida del sentimiento de trivialidad y lo otorga un especial valor.
Sobre esta base, Csikszentmihalyi considera que las emociones negativas (tristeza, miedo, ansiedad, aburrimiento etc.) producen entropía psíquica en la mente (la atención se dispersa en su intento de reconstruir cierto orden interno), mientras que la emociones positivas (felicidad, fuerza, actitud alerta etc.) generan estado de negentropia psíquica, en los que al no dispersarse la energía psíquica en nuestros rumiamientos internos, ésta fluye libremente hacia dónde decidamos. Es muy importante para este autor constatar la profunda interrelación que se da entre intención, meta y motivación ya que son muestras de la negentropia psíquica: Cuando tomamos la decisión de iniciar una tarea o actividad, lo hacemos porque tenemos una intención concreta o nos hemos puesto una determinada meta, y a partir de ahí, centramos nuestra atención en lo que nos hemos propuesto. En todo este proceso la energía psíquica se concentra y focaliza estableciendo toda una serie de prioridades y ayudando a crear de esta forma, orden en la conciencia. Esto hace que los procesos mentales no se deterioren tan rápidamente y que tengamos la sensación de que estamos construyendo algo. Incluso las más pequeñas metas introducen un matiz de orden interno que es muy valorado por la mayoría de la gente: “Bastantes pruebas demuestran que la mayoría de las personas se sienten mejor cuando lo que hacen es voluntario y peor cuando lo que hacen es obligatorio. La entropía psíquica es mayor, por el contrario, cuando las personas sienten que lo que hacen está motivado por no tener nada mejor que hacer. Así, tanto la motivación intrínseca (quererlo hacer) como la motivación extrínseca (tenerlo que hacer) son preferibles al estado en que uno actúa por defecto, sin tener ninguna clase de meta en la que centrar la atención” (9). La diferencia entre una intención o una meta es el plazo de actuación. En la primera centramos nuestra energía psíquica a corto plazo, mientras que en la segunda dilatamos el proceso en el tiempo y podemos hablar de medio o largo plazo. Lo que forja nuestra personalidad, lo que nos da una impronta determinada como personas, parece estar más vinculado con las metas que con las intenciones.
Las metas actúan como elementos sustentadores de un yo coherente y
determinan en buena medida la propia autoestima, teniendo siempre cuidado de
ponderar la viabilidad de las metas
elegidas: no por ponerse metas inalcanzables se obtiene mayor autoestima. Sin
duda ésta proviene más del éxito en pequeñas metas que de las expectativas
desmesuradas. Una postura sensata
implica un serio análisis de las raíces
de las propias motivaciones y escoger aquellas metas que intuyamos como las
mejores para nosotros, que sintamos
que realmente introducen orden en nuestra conciencia y que estén, en lo
posible, dentro del contexto sociocultural en el que hemos nacido y en el que
nos vamos a desenvolver.
Dentro
de todos estos procesos de reconocimiento, valoración y decisión es muy
importante para nuestro autor algo tan aparentemente sencillo como enfocar la atención: “sin focalización, la conciencia se halla en
un estado de caos. El estado normal de la mente es de desorden informativo, pensamientos aleatorios se expulsan entre
sí en lugar de alinearse en secuencias lógicas y causales. A menos que uno
aprenda a concentrarse y sea capaz de invertir ese esfuerzo, los pensamientos
se dispersarán sin alcanzar ninguna conclusión” (10). Parece
una verdad de Perogrullo pero, quizás por tanto oírla, se ha infravalorado
durante mucho tiempo su importancia;
solo recientemente se ha dado un giro y es ahora cuando parece que
muchos teóricos reivindican su decisivo valor y se tiene ya consciencia de que
exige un esfuerzo notable que hay que incentivar, especialmente si no va al
hilo de lo que las emociones o las motivaciones nos requieren: Si las tres
cosas coinciden hay muchísimo terreno ganado para acercarnos a ese territorio
deseado del sentirnos bien y felices, sino será mucho más dificultoso
acercarnos a la meta deseada. Pero para Csikszentmihalyi, no solo la atención,
también la inteligencia juega un papel decisivo en esas pautas que quiere
brindar hacia la felicidad, pero no la inteligencia entendida como la mera
capacidad para “pensar” sino como el
complejo producto de diferentes habilidades cognitivas: “La
inteligencia tiene que ver con una gran variedad de procesos mentales, por ejemplo, con qué facilidad puede uno
representar y manipular las cantidades en la mente o hasta qué punto se es sensible a la información contenida en
las palabras. Pero, como ha señalado Howard Gardner, es posible ampliar el
concepto de inteligencia para incluir la capacidad de diferenciar y utilizar
todo tipo de información, incluidas las sensaciones musculares, los sonidos,
los sentimientos y las formas visuales” (11). ¿Por
qué incide en este aspecto? Por algo muy sencillo y relacionado con lo dicho
anteriormente: difícil desarrollar los talentos innatos potenciales si no se
puede controlar la atención. Aprender a concentrarse se convierte, pues, en una
parte esencial de ese control de la energía psíquica que redundará
posteriormente en nuestra capacidad de vivir experiencias altamente
satisfactorias y en el inevitable y necesario proceso de reducir los niveles
de entropía de nuestra conciencia. ¡Se trataría de alcanzar ese peculiar y
extraño momento en el que corazón, voluntad y mente se sienten en armonía! Por
desgracia es más común todo lo contrario: los deseos van por un lado, las
intenciones por otro y los pensamientos desbarajustados por otro, alejándonos
de la percepción de autocontrol que tanto contribuye a que podamos dotar de
sentido a nuestras experiencias. Sin embargo –salvo en casos de neurosis muy
graves- siempre podemos encontrar situaciones o actividades en las que
percibimos que nuestra atención se focaliza, muestra motivación se siente
estimulada y nuestra mente se centra: el cultivo de una afición, la práctica
de un juego, un buen libro o una interacción con el ordenador –o cualquier otra
actividad por la que sintamos pasión- nos puede deparar momentos de absorta
concentración y de inmersión completa, que consiguen, incluso, relativizar nuestro sentido del tiempo y nos hacen sentir
plenos, centrados. Csikszentmihalyi considera que lo que tienen en común todos
esos momentos es que la con-ciencia está llena de experiencias y que éstas
están en perfecta armonía entre sí.
No se trata de “forzar” a que algo
predomine o atender a requerimientos que nos distraen, al contrario, parece que
todo encaja dentro de la misma línea de atención y se produce lo que al ha
decido denominar estados de fluidez.
Si
se decidió por esta terminología fue porque muchas de las personas que
colaboraron en sus estudios definieron la sensación de plenitud y
satisfacción que sentían en muchas de
estas situaciones como algo “fácil”,
sin esfuerzo, que fluía, incluso a pesar, de que muchas veces la actividad
mencionada sí requería un esfuerzo
previo o sostenido. Para Csikszentmihalyi, “el fluir tiende a suceder cuando una
persona tiene por delante una serie clara de metas que exigen respuestas
apropiadas. Es fácil entrar en este estado en juegos como el ajedrez, el
tenis o el póker, porque tienen objetivos
y normas de acción que posibilitan que el jugador actúe sin cuestionar lo
que tiene que hacer y cómo. Durante la duración de la partida, el jugador vive
en un universo independiente en el que todo es blanco o negro. La misma claridad de metas se produce cuando se
participa en un rito religioso, se toca una pieza de música, se teje una
alfombra, se crea un programa de ordenador, se escala una montaña, o se
practica la cirugía. Las actividades que inducen los estados de fluidez pueden
llamarse “actividades de flujo” “(12). Una de las grandes ventajas de este
tipo de actividades, en contraste con la vida cotidiana, es que los objetivos y
las reglas para conseguirlos quedan meridianamente claros y compatibles entre
sí. No hay terrenos ambiguos por lo que siempre queda muy claro si se está –o
no- actuando perfectamente cara a la consecución del objetivo. Se eliminan pues
los factores de incertidumbre que tanta energía consumen en situaciones
convencionales y, al no existir estos, las capacidades de una persona se
vuelcan radicalmente en el reto propuesto, contribuyendo con esta focalización
– y si se cumplen algunos requisitos más- a que se produzca el ansiado estado
de fluidez. Claro que nada se consigue si no se da el adecuado equilibrio de factores: cuando los
desafíos son demasiado altos (decido correr un maratón sin haber corrido nunca
antes o me planteo estudiar una carrera universitaria sin tener formación previa etc.)
nos sentiremos muy rápidamente frustrados cuando no preocupados y ansiosos. Por
el contrario si los desafíos son demasiado bajos en relación al nivel que
tengamos, entraremos muy pronto en pautas de aburrimiento, desinterés y apatía.
Se trata, fundamentalmente, de atinar en ese punto en el que el nivel del
desafío que aceptemos implique –incluso con mucho esfuerzo- un reto de
superación pero un reto que percibamos como viable y que, además, potencie y
desarrolle nuestras capacidades. En esa particular mezcla de motivación,
intencionalidad, focalización y esfuerzo es mucho más fácil que se produzca un
estado de fluidez que no en las experiencias ordinarias. Como bien dice Csikszentmihalyi,
”cuando las metas son claras, la retroalimentación
relevante y los desafíos y capacidades se hallan en equilibrio, se ordena y se
invierte plenamente la atención. Una
persona que fluye está plenamente centra-da debido a la demanda total de
energía psíquica. En la conciencia no queda espacio para pensamientos que
distraigan ni para sentimientos irrelevantes” (13). En un
estado así, parece que uno pierde la conciencia de sí y también del tiempo
pero realmente lo que se está produciendo es un sano desarrollo del yo y un
funcionamiento pleno del cuerpo y de la mente. Es en el desarrollo de estos
estados de flujo en donde nos especialmente bien, en donde se produce la
sensación de una vida plena y la percepción de que esta tiene verdadera
justificación en sí misma; “es esta total
implicación en el flujo, más que la felicidad, lo que hace que una vida sea
plena. Cuando fluimos no es que seamos felices, porque para experimentar la
felicidad debemos centrarnos en nuestros estados internos, y esto distraería la
atención de la tarea que tenemos entre manos……sólo después de haber completado
la tarea tenemos tiempo para mirar hacia atrás, considerar lo que sucedió, y es
entonces cuando nos vemos inundados de gratitud por la plenitud de esa
experiencia; es entonces cuando podemos afirmar que somos retrospectivamente
felices. Pero no se puede ser feliz sin
las experiencias de flujo” (14).
Experimentar esos estados de flujo conduce inevitablemente a una mayor
complejidad y a un crecimiento constante de la conciencia y esa sensación, el
disfrute que experimentamos al sentirnos en pleno desarrollo de nuestras
potencialidades, es un tipo de felicidad bastante más perdurable en el tiempo
(y en nuestra memoria), a la vez que es mucho más dependiente de nosotros mismos
que de la idoneidad de las circunstancias externas o de lo que nos quiera
sugerir los cantos de sirena de los anuncios publicitarios.
Conclusiones.
Probablemente,
la conclusión principal que podemos extraer de la lectura –de todo punto
recomendable- de los trabajos de M. Csikszentmihalyi, es que la anhelada felicidad no está en el limbo de la
imaginación ni en el consumo constante ni de cosas ni de experiencias) que
muchas veces se nos propone como paliativo a una vida sosa, ni siquiera está en
la acumulación de experiencias gratificantes (aunque estas no sean en absoluto
desdeñables. Esforzarse por encontrar en situaciones concretas el punto de fluidez puede ser el camino más
adecuado –sino, al menos, el contrapeso- para que podamos considerar nuestra
vida como satisfactoria y con sentido.
Se trata más de un proceso, de un estado, que
de una meta y para conseguirlo hay que poner los pies en la tierra, la
cabeza en el cielo (el que cada uno elija), y el corazón en el es-fuerzo.
Centrar la conciencia y potenciar esos estados son el primer paso para nuestra
felicidad. Las pinceladas propuestas aquí, creo que invitan a una profundización
en las tesis de Csikszentmihalyi, (que es lo que se pretendía al escribir estas
líneas).
Notas
-1. El filósofo José Antonio Marina ha desarrollado en
diversos libros un excelente análisis del mundo emocional, accesible al lector medio. Resultan totalmente recomendables:
Diccionario de los sentimos (con
Marisa López Penas de coautora) (Barcelona 2011); El laberinto sentimental (Barcelona 2009) y Las arquitecturas del deseo (Barcelona 2007). Desde un punto de
vista psicológico la bibliografía es –literalmente- inmensa. Consideramos que
optar por una perspectiva o escuela puede ser prioritario en un primer momento
y que a partir de ahí la experiencia y criterio personal determinarán la búsqueda personal.
-2. Robert Plutchik ofrece matices y gradaciones muy a tener en cuenta a este respecto, complementarias -en muchos sentidos, pero desde un enfoque diferente- a las tesis de Csikszentmihalyi.
http://soberanamente.com/la-rueda-de-las-emociones-de-r-plutchik/
http://es.wikipedia.org/wiki/Robert_Plutchik
-3.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.29.
-4.
Imposible desatender reflexiones como las de Marx, Sartre, o Foucault. La alienación
existe (buscada o no) y la apariencia de felicidad puede ser perfectamente un
autoengaño, innegable que mucha gente vive en una especie de Mundo Feliz o en
una sociedad cuasi-hipnotizada como en Fahrenheit 451; Sartre denunció la
“falsa conciencia” y Foucault insistió junto con otros muchos posmodernos (y
neo-marxistas) en el hecho de que lo que la gente cuenta no tiene a veces mucho
que ver con lo que realmente sucede, sino que se trata, más bien de un estilo narrativo. Datos sociológicos demuestran que a la hora de realizar estudios cuantitativos de percepción de la situación
social por parte de los ciudadanos, resulta evidente que hay un sesgo notable
en las respuestas porque pocas personas quieren admitir ante un entrevistador
desconocido que no se sienten o no son felices. Resulta muy difícil ponderar
adecuadamente ese tipo de datos. Estos serian casi tan relativos como cuando se
pide la apreciación sobre otras cuestiones sociales o económicas en donde,
realmente, el discurso imperante en los medios acaba por sesgar la opinión
popular.
En
cualquier caso, y teniendo en cuenta todas estas conceptualizaciones, Csikszentmihalyi
opta por da preferencia a la experiencia directa de la multitud.
-5.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.31. Esa relación ya fue
estudiada a fondo por los psicólogos trans-personales. A. Maslow, dejó clara en
su famosa “pirámide” de necesidades cómo, después de solventar las más
primarias, el ser humano tiende a un cierto refinamiento en las necesidades
superiores o más complejas, que se puede colmar de muy diferentes formas. El
ansia incontrolada y permanentemente in-satisfecha de una necesidad en concreto
es lo que constituye la base de muchas neurosis.
-6.
En este sentido, y a pesar de lo que dice nuestro autor, creo que los datos no son concluyentes por la
extraordinaria dificultad que existe en valorar la adecuada interrelación de
todas las variables.
-7.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.32.
-8.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.33
-9.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.34
-10.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.38
-11.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.39
-12.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.42
-13.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.43.
-14.
Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir,
2010, p.45.
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