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miércoles, 7 de julio de 2021

Cine (6): Un acercamiento a la visión de la pareja en el cine actual. "Revolutionary road". Sam Mendes (2008).

  Sam Mendes (cont.). "Revolutionary road".

Revolutionary Road (2008) es una película basada en la novela del mismo nombre del escritor Richard Yates (1), considerado en la actualidad uno de los escritores norteamericanos más emblemáticos, a la altura de un Salinger o de un Cheever.
En esta película Sam Mendes abandona el tono de sorna agridulce (aunque no carente de causticidad) de American Beauty y se sumerge en la desesperanzadora realidad del matrimonio Wheeler, siguiendo el espíritu de la novela en la que se basa el film, que pretendía mostrar el alto grado de frustración ante el imposible ideal norteamericano y las dificultades existentes para realizarse en la llamada edad de la ansiedad.
Revolutionary Road (2) comienza con unos planos en los que se nos muestra cómo los protagonistas se van descubriendo. 
Una canción romántica envuelve el conjunto de confesiones que cada uno va haciendo al otro sobre sus sueños y expectativas.
Una vez casados la realidad empieza a demostrarse como lo que es: dura. 

La ilusión de April Wheeler (Kate Winslet) de convertirse en actriz naufraga ante el fracaso de la representación teatral en la que participa. Este fracaso –y la interpretación que de él hace su marido Frank (Leonardo de Caprio)- es mal digerido por ambos. 
El diálogo de los protagonistas en el coche, de regreso a casa después del estreno fallido, se convierte en un particular cóctel con altas dosis de condescendencia, incomunicación y desencuentro. 
La rabia, en principio comedida, acaba desatándose en mil y un reproches que reflejan muy bien la realidad frustrante y castradora que ambos proyectan en su matrimonio. A partir de ahí se inicia un constante descenso hacia los idílicos infiernos familiares, azuzados –para más presión- por las expectativas que hay puestas sobre ellos, "los simpáticos y jóvenes Wheeler", tan diferentes y prometedores.

La buena música de Thomas Newman (3) –habitual autor de las bandas sonoras de las películas de Mendes- se encarga de establecer un paralelismo inconsciente con American Beauty, en donde el protagonista confesaba sin pudor que el mejor momento del día era la paja matutina en la ducha y que, a partir de ahí, todo sería descenso.
Claro que aquí el descenso no tiene ninguna vis cómica. Las expectativas sociales van enmarañando sutilmente a los protagonistas. La llegada de los hijos implica la necesidad de conseguir una casa que esté a la altura (en boca de la vendedora de la inmobiliaria –Kathy Bates- (prototipo de los embaucadores del sistema), cualquier casa es una oportunidad, cuando no una monada –necesaria-). 
Él, desencantado y aburrido en un trabajo como el de su padre -que se había jurado no realizar nunca- alivia tensiones e infla su ego flirteando con secretarias de poca monta. Ella, frustrada en sus aspiraciones artísticas y hastiada por verse –precisamente- en un papel que nunca había querido desempeñar, intenta mantener las apariencias como buena ama de casa y solícita anfitriona, sobre todo cuando se ve comprometida por vecinos felices o entrometidas amables que intentan traspasarle sus problemas. Nobleza obliga y, como bien señala el personaje de Kathy Bates, “erais diferentes, parecíais especiales… y lo seguís siendo, claro”. 
Una idealización que se teje como un corsé, como una tela de araña que va asfixiando a sus víctimas porque les impide moverse, cambiar.

Cuando Frank cumple los treinta años decide celebrarlos fuera del hogar con una canita al aire y dentro del hogar con una forzada y tradicional cena de cumpleaños (que solo consigue que él se sienta culpable por su engaño). Con todo, en un momento dado, la posibilidad de cortar de raíz con lo conveniente y revivir en una ciudad fetiche como París se experimenta como posible y cercana: “¡la gente allí está viva, no como aquí!”. Las ilusiones y las ganas de remontar parecen que van a terminar venciendo. Ella está dispuesta a trabajar en un puesto bien remunerado para mantener a la familia y para que él se replantee qué quiere y puede hacer sin agobios ni limitaciones…..pero los buenos –y convencionales vecinos- cuestionan la aventura. Los compañeros de trabajo de él, también. A fin de cuentas entrar en un cambio radical implica que se movilicen todas aquellas fuerzas que se atisban como un peligro para su propio status quo: al sistema no le gustan los disidentes ni las fugas de aquellos que lo sostienen. Todo son, a partir de entonces, pequeñas pullas que consiguen ir minando la seguridad sobre la conveniencia de lo que se debe hacer: ¿pero a santo de qué os vais a marchar?, ¿y qué vas a hacer Frank mientras ella te mantiene?
El planteamiento inicial (“huimos de esta vida, irremediablemente vacía de aquí”) se va trastocando ante las llamadas a la responsabilidad (la sabiduría del tonto: “si quieres jugar a las casitas tienes que tener un trabajo que no te guste”) o la tentación en forma de subida de sueldo y reconocimiento (principal enganche de Frank). Además un nuevo e inesperado embarazo de ella pesa como una losa ante lo que ya no se visualiza. Lo que antes era esencia ahora se ve como no tan perentorio y, desde luego, mucho menos necesario: los adorables niños necesitan estabilidad y bienestar.


En esta película es el verano -al contrario que en "La tormenta de hielo" que hemos visto anteriormente- el que altera la realidad, calienta la sangre y desata las discusiones y los enfrentamientos. 
April se rebela más visceralmente que él: “¿Quién ha inventado estas normas?” .
Se siente aprisionada en su condición de madre. 
Lo normal y lo establecido se convierte en una sutil prisión porque cuestionarlo implica, necesariamente, pasar por el "loquero". Lo que constituye la felicidad oficial y estándar se transmuta en una muerte lenta para los protagonistas con pequeños momentos de desahogo, pero sin que se rebaje prácticamente nunca una tensión y un hastío que van in crescendo y que reclaman a gritos, curiosamente, incomunicación, más que palabras. Como bien dice April harta de palabras y pocos hechos: “¡¿Pasaría algo si no hablásemos de nada?!”. 
Mendes y Yates no vislumbran una solución feliz: fingir, creer que “lo que hay (santo y seña del realismo, pero también, en muchas ocasiones, de la complicidad estúpida) es lo que debe ser.
No pensar, no sentir, porque la visión del matrimonio que nos muestra la película significa renunciar, anclarse, una forma sutil de destrucción psicológica. Una crítica acerva a formas de relación que anquilosan y dañan.
La escena final resulta, en cierta medida, antológica: el marido de la vendedora de casas que ha vendido "el paraíso" a la joven pareja en crisis, ante el parloteo vacuo de su mujer, quita poco a poco el sonido del audífono para no escuchar la cháchara mientras finge que está escuchándola
Toda una declaración de principios (y, a veces, un método de prudente supervivencia). 
De la ironía y cáustica sorna de American Beauty hemos pasado a la aspereza y sufrimiento de Revolutionary Road; dos miradas ¿complementarias? de una realidad que no parecen permitir más lecturas que el idealismo ñoño o la ácida crítica aunque, afortunadamente, hay otros directores como Richard Linklater que prefieren pensar que sí es posible otro enfoque.

Notas:

Todas las imágenes y/o vídeos que se muestran  corresponden al autor o autores referenciados.
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