Sam Mendes: American Beauty (1999).
Pasamos de un análisis demoledor a otro no menos demoledor, aunque algo más cálido (e irónico).
Sam Mendes dirigió American Beauty (1), como ya hemos señalado antes, en 1999.
La película comienza con la impactante declaración de su protagonista Lester Burnham (el siempre brillante Kevin Spacey): “Me llamo Lester Burnham. Este es mi barrio. Esta es mi calle. Esta es mi vida. Tengo 42 años. En menos de un año habré muerto. Claro que eso no lo sé aún. Y, en cierto modo, ya estoy muerto”.
Un inicio que hace recordar al de El crepúsculo de los dioses (2), en donde también el protagonista, Joe Gillis, se presentaba como narrador post-mortem mientras nos iba describiendo un mundo anclado en el pasado y sin ninguna posibilidad de revivir.
A partir de ahí la trama va en un permanente in crescendo que augura un final poco ortodoxo pero que, desde luego, consigue que uno no tenga la sensación de estar viendo un simple film costumbrista sino, más bien, la de estar observando una ácida crítica social que va desmantelando muchos de los tópicos del american way life, probablemente para disgusto de ingenuos o de defensores de idealismos trasnochados.
Para Antonio Castro, acreditado crítico cinematográfico, seguramente sea el personaje de Lester el que experimenta suficiente cambio interior como para acabar purificado, aunque en ese proceso sea el único muerto (toda catarsis necesita una víctima): “Lester, que aparece al comienzo como el más débil, el que ha abdicado de todo y al que sólo le queda masturbarse en la ducha o morirse de ganas de acostarse con Ángela, la rubia adolescente amiga de su hija, acabará siendo el que de alguna manera se redime, comprendiendo también que en Ángela predomina la apariencia y renunciando, por responsabilidad, a la consecución de un sueño largamente acariciado” (3).
Casi en el polo opuesto se encuentra el personaje de la mujer de Lester, Carolyn (interpretado genialmente por Anette Bening). Su imagen de lo que significa el éxito es tan imperiosamente determinante que le impide ver cómo su matrimonio y su vida se van al garete.
Ella asume hasta el tuétano las reglas que la sociedad exige para el triunfo, cueste lo que cueste aplicarlas en su vida e, incluso, cuando es necesario, recurre a cintas de autoayuda (¡cuántos estragos ha hecho la divulgación poco adecuada de la psicología!).
Curiosamente es ella la que cultiva con mimo las rosas rojas que reciben el nombre de “American Beauty”, unas rosas que exigen extremados cuidados artificiales para conseguir que tengan una apariencia perfecta, lo que no deja de ser una hermosa metáfora de lo que es la vida de Carolyn –en este sentido prototípica de la de muchas y muchos-:
belleza que sólo es apariencia.
Imagen de éxito, con todos los aditivos que se quiera, pero que esconde los problemas y procura maquillarlos. Hay, en este sentido, bastante paralelismo entre La tormenta de hielo y este film de Mendes: tanto el hielo como el perfume de la rosa camuflan los malos olores; el primero impidiendo olerlos, el segundo disimulándolos bajo un perfume aparentemente encantador.
En ambas películas se nos muestra una sociedad que prefiere más aparentar que sanear.
El resto de los personajes van en consonancia con esta visión crítica o, al menos, descamufladora. Frank Fitts (Chris Cooper) es un coronel del ejército con tensiones reprimidas que proyecta en su hijo Ricky (Wes Bentley), el cual, a pesar de su afán por filmar la belleza (hermosa escena de la bolsa bamboleada por el viento), procura ganarse la vida traficando con marihuana. Ángela Hayes (Mena Suvari) es la mejor amiga de la hija de Lester, Jane (Thora Birch, en un papel de adolescente indolente), y una mujer suficientemente libre como para desear acostarse con el padre de su amiga (si estuviese más cachas), demostrando tener una mayor precocidad sexual que ella.
La decisión de Lester de cambiar de rumbo totalmente su vida produce suficiente conmoción como para desatar reacciones en casi todos los miembros de su círculo, pero aquí la muerte hace, al igual que en la película anteriormente analizada, tomar conciencia.
Es el disparo que acaba con la vida del narrador el que propicia nuevas reacciones en Ricky, Ángela, Jane e incluso Carolyn. Las palabras finales de Lester son dignas de ser tenidas en cuenta por el espectador: “Supongo que podría estar bastante cabreado con lo que pasó, pero me cuesta seguir enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la contemplase toda a la vez y me abruma. Mi corazón se hincha como un globo que está a punto de estallar…..pero recuerdo que debo relajarme y no aferrarme demasiado a ella, y entonces fluye a través de mi como la lluvia y no siento otra cosa que gratitud por cada instante de mi estúpida e insignificante vida…..”.
El ya mencionado Antonio Castro mostraba, en el mismo artículo citado anteriormente (ver nota 3), su malestar por el hecho de que se reconociesen todos los méritos de la película a Sam Mendes, como si él hubiese sido el autor total de la película. Según este crítico la industria cinematográfica norteamericana es demasiado diferente de la europea como para hablar –salvo contadas excepciones- de cine de autor y, además, Mendes fue llamado por los productores Bruce Cohen y Dan Jinks, cuando estos tenían una idea muy precisa de lo que querían hacer y contaban ya con el genial guion de Alan Ball.
El director fue quien coordinó la elaboración de un guiso cuyos elementos ya estaban decididos de antemano, pero no parece que eso reste valor a la labor de Mendes que llevó el proyecto a muy buen puerto demostrando arte y habilidad en plasmar la tesis del film: todo indica que uno no se puede fiar de las apariencias y que, en muchas ocasiones, el que parece más sano y triunfador, es, precisamente, el que está más podrido y maleado y que el que va de looser puede ser, posiblemente por no haber caído en las redes que la sociedad impone, quien demuestre mayor grado de lucidez. Y de las redes maléficas del sistema hablará también Mendes, tal y cómo veremos en el próximo post, en Revolutionary road.
Notas:
(3). Castro, Antonio. Articulo “A contracorriente”. DIRIGIDO POR nº 286, Enero 2000. P.30
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